Jesús, el hombre

A los escritores, a veces, muy de vez en cuando, nos suceden cosas que no les pasan a nadie más o, tal vez, a los músicos, los pintores… En fin, eso no lo sé y no importa. La cosa es que discurría el año 30 de nuestra era, y yo estaba invitado a la celebración del trigésimo aniversario de Jesús, el hijo del carpintero de Nazaret. En realidad yo lo conocía desde pequeño, cuando jugábamos por las calles corriendo, ocultándonos… sin parar ni preocuparnos de nada y, así, siempre que nos veíamos, sin cansarnos ni necesitar descanso hasta que Su padre, José, lo llamaba. Y yo me quedaba solo, pero, cuando se alejaba, siempre se volvía, me miraba, sonreía y la soledad desaparecía. En consecuencia, yo consideraba (y considero) que Jesús es mi amigo.

Ahora, con estos antecedentes, ya puedo contaros el secreto que os anunciaba.

Estábamos en la pradera próxima a su casa. La madre, María, atareada atendiendo los menesteres que requería la celebración del cumpleaños, el padre, José, con otros artesanos del lugar disfrutando de la juventud y vitalidad de su hijo. Jesús, por su parte, era feliz rodeado de sus hermanos y amigos. También, allí cerca, estaba la mujer que lo hacía un hombre. Él y todos nosotros, los que teníamos la suerte de compartir -inconscientemente- algo de su vivir éramos la pura imagen de la vida. Pues bien, así las cosas, el secreto, el maravilloso secreto que nadie os habrá contado por razones que ignoro, es que Jesús, destinado a morir en la cruz, consciente de su destino, no renunció a vivir ni se entristeció por ello. Con su forma de enfrentarse a la existencia nos daba ejemplo permanente de que la vida es para vivirla como una sucesión de momentos futuros que, pasando fugazmente por el presente, se convierten en pasado y, según lo que hagas en cada unos de esos instantes, tu pasar por la tierra será un soplo inexistente o, tal vez, todo tú seas un rastro de amor. O, claro está, como ejemplo de lo que digo, mira el surco imborrable por profundo que marca el paso de Jesús. En todo caso, Él, conocedor de cómo se extinguiría su cuerpo, no dejó de vivir intensamente, sonriendo, en unas ocasiones, y llorando, en otros momentos, pero amando la vida sin temor a la muerte, consciente del tránsito que supone. Y, sí, el hombre llamado Jesús de Nazaret, murió como el humano que fue, pero como el Dios que habitaba en su alma y regía la mente que Él era dejó a la humanidad el pasamanos y la escalera por la cual usted y yo podemos ascender hacia la divinidad, alejarnos de la animalidad y, sobre todo, en los momentos más duros, cuando todo se torna oscuridad, siempre, siempre podemos extender la mano y agarrarnos firmemente a la barandilla que nos dejó, que es muy sólida y segura y nos lleva a nuestro verdadero hogar entre las estrellas, allá en los confines del cosmos, entre los nuestros.

Y este es el secreto que revelo sin miedo a nada ni a nadie porque Jesús es mi amigo siempre. Y el tuyo.

Navidad de 2021.

Paz a los hombres de buena voluntad.

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