«Ya no discutas acerca de si puede existir en el mundo un ser humano bueno y recto: urge que tú lo seas»
– Marco Aurelio –
Si nos preguntaran en la editorial cuáles son nuestros ideales, con dificultad podríamos responder con tino, pues cada uno de nosotros, desde nuestra individualidad, tenemos muchos, personales y muy vivos: ellos son la razón de que estemos aquí, deseosos de ser leídos, nunca por egolatría, pero sí por complicidad y unas cucharaditas de catarsis. Lo que es cierto es que nos unen también a vosotros, queridos lectores.
Los idealistas poseemos, como características inherentes, las de ser inquietos, curiosos, acaso impacientes. Anhelamos vivir, no subsistir. Nos resistimos a pertenecer al mundo de los apáticos, cuya petrificada constancia parece una sentencia de muerte en vida. Poco o nada podemos esperar de aquellos que caminan por esta vida sin pasión por algún ideal.
Ningún ideal es falso para quien lo profesa: lo cree verdadero y coopera a su advenimiento, con fe, con desinterés. El sabio busca la Verdad por buscarla y goza arrancando a la naturaleza secretos para él inútiles o peligrosos. Y el artista busca también la suya, porque la Belleza es una verdad animada por la imaginación, más que por la experiencia. Y el moralista la persigue en el Bien, que es una recta lealtad de la conducta para consigo mismo y para con los demás. Tener un ideal es servir a su propia Verdad. Siempre. – José Ingenieros (El hombre mediocre) –
Nos atrevemos a afirmar que en la antípoda del idealismo yace la mediocridad. Y quien habita en esta última muere, lentamente, aunque no cese de respirar. La mediocridad es árida, infecunda, gris. En ella no habitan los hombres de bien, aquellos a quienes tanto apelamos pero cuyas identidades hemos confundido. Parece que en aras de la justificación subyacente a la pusilanimidad, hemos caído en el garlito del buenismo y decimos buen hombre a todo aquel que no quebrante las leyes básicas y esenciales de la coexistencia. Si no ha matado, no ha robado, no ha lastimado a otros, deliberamos enseguida a su favor, confiriendo entonces el apelativo de bueno.
Pero, queridos lectores, no queremos enfocarnos en los pasivos, aquellos a quienes, ante la omisión de la falta, les condecoramos con adjetivos que debemos hoy, cuidar más que nunca. No. Hoy deseamos aludir al legítimo HOMBRE DE BIEN para que sepa que, conociéndole o no, le estamos, infinitamente, agradecidos con su existencia. Como es hombre de bien reconoce entonces que nos dirigimos a ella, a él, al anciano, al joven, al niño, al indio, al chino, al español, al ruso, al peruano, al turco, al SER humano.


Gracias, personas de bien, gracias. Brindamos homenaje a vosotros, no solo por idealistas, pues la imaginación o el ideal no bastan para engendrar la obra del bien: la voluntad y la acción son los que la fecundan.
Gracias por vuestra alegría de vivir, misma que reveláis ante vuestras acciones, que se relacionan con la vida y su belleza, no con la supervivencia. Lo notamos día a día. Gracias también por vuestra entereza , pues observamos que no hay aire que os despeine ni lluvia que os haga sucumbir. Gracias, siempre gracias por la templanza con que actuáis, pues de no existir esta, conoceríamos nombres y apellidos de todos vosotros, imposibilitados a actuar desde el anonimato por la avidez del reconocimiento público.
Por vuestra competencia, por vuestra incondicionalidad y por vuestro legado, les ovacionamos de pie, aunque no podáis verlo.
Es por vosotros por quienes hoy podemos reservar el apelativo HOMBRE DE BIEN sin malgastarlo. Nos hemos vuelto, orgullosamente, exclusivos, no inclusivos.
Sabemos que estáis sonriendo mientras leéis, porque reconocéis vuestra obra y a nadie molesta sentirse reconocido. Por tanto, recibid nuestro abrazo, sincero y cercano porque, de una u otra forma y aunque no os conozcamos a todos, desde ya os queremos.
Gracias, muchas gracias.